martes, 3 de julio de 2012

Por la autogestión y la desmercantilización






Dentro del movimiento del 15 de mayo --y dentro de otras muchas iniciativas-- hay, si así se quiere, dos grandes posiciones. La primera entiende que el cometido principal del movimiento estriba en elaborar propuestas que se espera sean escuchadas, en un grado u otro, por nuestros gobernantes. La segunda, muy diferente de la anterior, aspira, antes bien, a crear espacios de autonomía en los cuales procedamos a aplicar reglas del juego diferentes de las que nos impone el sistema que padecemos. Y a hacerlo, por añadidura, sin aguardar nada de esos gobernantes que acabo de mencionar.
Mi impresión es que la segunda de las posiciones ha ido ganando terreno en el 15-M. No se olvide al respecto que el panorama general en lo que hace a ganancias de la mano de la primera de las perspectivas enunciadas es manifiestamente desalentador. Claro que no sólo se trata de eso: hora es ésta de recordar que en una de sus matrices principales el movimiento del 15 de mayo nació, un año atrás, al amparo de un propósito expreso de cuestionar un sistema seudodemocrático en el que al cabo, y de siempre, son los grandes poderes económicos los que dictan las reglas del juego. Sobre esa base estaba servida la conclusión de que, aun siendo comprensibles las demandas de reforma de ese sistema que formulaban muchos sectores del 15-M, la inercia del movimiento conducía muy a menudo a lo que cabía entender que era una apuesta por la construcción de un orden distinto y plenamente autónomo.
No está de más que proponga dos ejemplos que permiten perfilar el escenario de la discusión. El primero remite a la muy extendida petición, que algunos asimilan sin más con el 15-M como si una y otra realidad se solapasen, de reforma de la ley electoral. Supongamos, que es mucho suponer, que los dos grandes partidos aceptan la reforma en cuestión y que ésta tiene un perfil saludable. ¿Qué cambios profundos cabe augurar que se derivarían de ello? La posibilidad de que PP y PSOE perdiesen una parte, sin duda menor, de los escaños de los que hoy disfrutan en el parlamento, ¿modificaría sustancialmente la realidad que palpamos en estas horas? ¿No es lamentablemente ingenuo suponer que una reforma de la ley electoral va a resolver alguno de nuestros problemas principales?
El segundo ejemplo que me interesa rescatar es el de la propuesta de creación de una banca pública. No se trata ahora de discutir el buen o mal sentido de tal propuesta. Se trata de preguntarse, antes que nada, cuánto tiempo podemos aguardar para que se perfile esa fórmula de banca. Lo diré con un punto de ironía: ¿cuánto tiempo habrá de transcurrir para que Izquierda Unida cuente con 150 representantes en el Congreso de Diputados? ¿Podemos permitirnos esperar hasta entonces o, como me temo, los deberes son mucho más acuciantes e imperativos? Mal haríamos en olvidar que la gestación de una banca pública reclama inexorablemente del concurso de partidos, parlamentos y leyes, o, lo que es lo mismo, exige el beneplácito de fuerzas políticas y de grupos de presión que apuestan con descaro, apoyados en las mayorías, por otros horizontes. Y ojo que no cabe en modo alguno descartar que populares y socialistas acaben por perfilar una banca pública con cometidos bien diferentes de los que, cargados de respetables buenas intenciones, pretenden asignar a aquélla nuestros economistas socialdemócratas de bandera.
Ante el panorama que acabo de mal retratar de la mano de los dos ejemplos propuestos, ¿no es mucho más hacedero y realista el proyecto que nos invita a construir desde abajo un mundo --unas relaciones económicas y sociales-- nuevo y desmercantilizado? No estoy hablando, por lo demás, de un proyecto etéreo. Las realidades correspondientes ya están ahí. Pienso en los grupos de consumo que han proliferado en tantos lugares, en las perspectivas que surgen de las cooperativas integrales, en las ecoaldeas e instancias similares, en los bancos sociales que rehúyen el lucro y el beneficio o, por cerrar aquí una lista que bien podría ser más larga, en el incipiente movimiento que plantea el horizonte de la autogestión por los trabajadores en el caso de muchas empresas amenazadas de cierre. En todas estas iniciativas lo que despunta es un esfuerzo encaminado por igual a rechazar la delegación del poder en otros y a alentar la práctica de la socialización sin jerarquías, las más de las veces sobre la base de postulados antipatriarcales, antiproductivistas e internacionalistas. ¿No empiezan a acumularse los argumentos para sostener que el viejo proyecto libertario de la autogestión generalizada es, no sin paradoja, mucho más realista que aquel otro que, al amparo de la vulgata socialdemócrata de siempre, todo lo hace depender de partidos, leyes y parlamentos?
A menudo me encuentro a personas que, con argumentos respetables, subrayan que las dos opciones a las que me refiero en este texto no son incompatibles. Lo aceptaré de buen grado: no tengo por qué concluir, en particular, que quien legítimamente pelea por reformar la ley electoral es hostil a la gestación de espacios de autonomía no mercantilizados (y viceversa). Creo, sin embargo, que lo suyo es subrayar que esas dos opciones no sólo remiten a objetivos y métodos diferentes: se materializan también en proyectos organizativos distintos.
Mientras en el primer caso el movimiento en que se concretan no es sino un instrumento al servicio de un proceso que debe discurrir fuera de él, en el segundo --el de los espacios de autonomía-- ese movimiento se convierte, de la mano de la asamblea, de la democracia directa y de la autogestión, en objeto con vida propia que, cabal y autosuficiente, no precisa de representaciones externas. De cara al futuro, y por su dimensión de demostración de que es posible hacer las cosas de forma diferente, parece que esta última es una apuesta más inteligente.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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